A veces, como seres humanos, nos gusta subdividir y categorizar nuestro entorno según nuestra propia percepción de la realidad (composición mental). De esta manera ponemos nombre y cara a las circunstancias y hechos de la vida, para definirlas, identificarlas e intentar establecer y predecir nuestra forma de relacionarnos con el hecho en cuestión (objeto real). Todo ello, sin ser conscientes de que lo que para nuestra psique es una verdad absoluta, en otro continente bajo otro prisma puede tener una significación radicalmente diferente. 

¿Quiere decir esto que el objeto real no existe o que son objetos diferentes? No, obviamente no. Quiere decir que le atribuimos connotaciones conceptuales y comportamentales diferentes según el ámbito donde es explorado. 

De esta manera, y por desgracia, no es lo mismo nacer mujer en la India que nacer mujer en Europa. La “composición mental” del grupo social marcará un entramado de normas relacionales, que determinarán una negación de derechos y necesidades básicas desde que nace un bebé por cuestiones de género, sólo por el hecho de nacer mujer. Esa inercia colectiva se extiende entre las diferentes religiones, clases sociales y niveles educativos de la población estudiada, que como mala hierba asfixia cualquier atisbo de autonomía, identidad, satisfacción y desarrollo personal. Es un yugo que se transmite de generación en generación, justificando ese “modelo mental” de comportamiento social como una verdad absoluta del “objeto real” (mujer), no pudiendo ser cuestionado pues pone en riesgo el auto-concepto y la supervivencia de la unidad del grupo basada en una masculinidad hegemónica. Este entramado de condicionamientos sociales negativos por razones de género, que incorporamos en el subconsciente, automatizamos y propagamos, no es fácil de detectar ni visibilizar, constituye lo que llamamos “violencia estructural”. Metafóricamente se podría representar como los cimientos de un edificio que sostiene un modelo social de actuación. A modo de esqueleto, sobre él se sustentan las justificaciones del comportamiento del grupo que pasarán desapercibidas en el análisis sociológico del mismo, salvo que indaguemos en profundidad y con una visión global del conjunto. 

Así pues, si valoramos como “objeto real” el acto lesivo de la mutilación genital femenina (MGF), sin entrar a juzgar otras variables culturales, veremos un daño físico que se va a interpretar desde diferentes perspectivas según el entorno en el que se explore (modelo mental). En Mali, por ejemplo, argumentarán a su favor alegando la pureza y divinidad que otorga a la mujer, su necesidad para poder ser “alguien” en la vida (casarse) y transmitir dicha a su descendencia (creencia popular en África, “cuanto más sufre una mujer, más bendecidos serán sus hijos”). Por el contrario, en España se definiría como una brutalidad someter a una niña a una cirugía no medicalizada en la que se lesionan sus genitales (labios y clítoris), se cierra su entrada vaginal casi en totalidad obligándola a orinar y sangrar menstrualmente por goteo (añadiendo el “efecto cremallera”: a) apertura parcial tras matrimonio, b) cierre y apertura en el parto-cuarentena). Siendo conscientes de que condiciona su vida con complicaciones agudas y crónicas, como son el daño psicológico, sangrado, dolor, infecciones, incapacidad sexual, partos complicados, daño a terceros (recién nacido, pareja) y en muchos casos la muerte.  

Es impactante como un mismo acontecimiento puede entenderse de maneras tan diferentes, y este hecho debería llevarnos a la reflexión en la que no es importante el concepto del objeto sino el objeto en sí. Defender el derecho de las mujeres y de las niñas a la vida, a no ser sometidas a tratos crueles ni degradantes, sin entrar en justificaciones de ningún esqueleto social. No es permisible su uso. Debemos simplificar y valorar que lo valioso del ser humano es su existencia y no su presencia, posicionamiento o imagen. Entender que entre las diferentes culturas nuestra puesta de trabajo en común es centrarnos en las complicaciones a evitar, y especialmente, en todo aquello que podemos ganar desde un estado de salud. En ambos países existen formas de violencia que deben subsanarse a favor de un mayor equilibrio social que no reste en derechos, sino que aumente las oportunidades de bienestar, satisfacción y desarrollo tanto individuales como grupales. Como bien defendió Nice Nailantei, (embajadora internacional contra la MGF) en su comunidad masái de Kenia, “no mutiléis ni caséis a una niña para hacer que se enferme, dejar que estudie y trabaje porque traerá más vacas a la comunidad”, de esta manera logró sustituir el rito de la MGF como iniciación a la vida adulta por un acto de celebración en el que se otorgaban libros.